Sobre un autorretrato de Rembrandt Paul Ricceur He aquí ante nuestros ojos, escogido entre los numerosísimos autorretratos de Rembrandt —tan magníficamente reproducidos en Rembrandt, autoportrait-,^ el que el maestro pintó en 1660, ocho años antes de su muerte. Contemplo este rostro. Y súbitamente, mirándole mirarme, me planteo una pregunta descabellada: ¿qué me hace decir que este rostro es el del propio pintor? ¿Cómo he sabido que el personaje aquí representado es el mismo que el que lo pintó? Sólo me lo indica una inscripción externa al cuadro, un texto que hay que leer —una leyenda, como se dice tan acertadamente—. Sin esa leyenda, no sabría que el hombre pintado y el hombre que lo pintó tienen el mismo nombre: Rembrandt. Leemos claramente, en el cuadro, en el interior del marco, la firma y la fecha. Pero éstas indican el nombre del pintor. El personaje representado, en cambio, no lleva su nombre en la fi-ente. Para identificar ambos nombres, necesito una información externa, extraída de la biografía del pintor, que me asegura que en esa fecha el hombre Rembrandt se pintó a sí mismo una vez más. Necesito además la garantía de la escuela de Bellas Artes, de coleccionistas, directores de galerías y conservadores de museos para confirmar que éste es el autorretrato en cuestión.
¿No ves, diréis, algo maravilloso en este bello hallazgo? Sin embargo, este autorretrato, como todos los de su género, hace que no se cumpla una regla ascética admitida por muchos críticos de arte, tanto en pintura como en literatura, según la cual el acercamiento puramente estético exige que olvidemos al autor real, de carne y hueso, y permitamos que la obra, a la que hemos dejado huérfana, se defienda por sí sola. Ahora bien, el autorretrato, para responder a su título, me exige que identifique al personaje representado con el que lo pintó. Me pide, pues, que considere idénticos a dos seres ausentes: uno es el personaje irreal, a quien vislumbramos más allá del lienzo material; otro es el pintor real, pero ya muerto. Hay un abismo entre el personaje sin nombre del cuadro y el autor cuyo nombre atestigua la firma. Como ya no tiene una identidad manifiesta, he de construirla. Para hacerlo, debo proyectar en los rasgos del personaje representado lo que sé de Rembrandt en esa fecha, e incorporar a la biografía del artista lo que sólo puede mostrarme el análisis pictórico. ' P. Bonafoux, Rembrandt, autoportrait, Ginebra, Álbum Skira, 1985 (N. delT.).
Esos son los dos cabos de la cadena que he de tener en Por una parte, la biografía me dice que en 1660 Rembrandt no era viejo aún —tenía cincuenta y cuatro años—, pero ya estaba envejeciendo; que a los ojos de sus contemporáneos era un artista en declive, un pintor desautorizado: cuatro años antes, se había librado por poco de una quiebra infamante; hacía dos años que había tenido que vender su casa y sus muebles, sus dibujos y sus grabados; a finales de ese año de 1660, habrá de ceder su casa a su segunda compañera, Hendrickje Stoffeis, y a su hijo Titus, y buscar refugio en el albergue al que había vendido sus bienes. Provisto de este conocimiento biográfico, intento reencontrarlo en el rostro pintado. Por otra parte, limitándome al estudio del cuadro, descubro cómo resolvió el maestro determinados problemas de escritura pictórica en esa época de su carrera, dándoles esa solución única que llamamos estilo; cómo, gracias a ese estilo singular, la expresión del rostro deja que se transparente la interioridad de un alma; cómo se prescindió del humor momentáneo del sujeto para insistir en un carácter, más allá de toda anécdota; cómo, por último, el relato de un trozo de vida se halla condensado en el espacio inmóvil de un retrato. Cuenta.
Esos son los dos cabos de la cadena que he de tener en cuenta. Ahora bien, ¿cómo obtendré esta feliz conjunción entre el conocimiento biográfico y el análisis pictórico? El único recurso que tengo para salvar la brecha abierta entre la firma del pintor y el nombre del personaje pintado consiste en rehacer con la imaginación el propio trabajo del artista al pintarse a sí mismo. Una vez más, en 1660, este hombre de quien se dice que está envejeciendo, arruinado y abandonado por su público, recurre al artificio del espejo para obtener una im^en óptica de sí; después, olvidando el espejo, evitándolo incluso, ya que no lo pinta, considera esa imagen especular idéntica a sí mismo. Ahí está, pues, enfrentándose a sí mismo, preguntando a ese rostro qué hombre es: ¿más interesado por conocerse que inquieto por envejecer? ¿Orgulloso todavía o ya agotado? ¿Mejor representado con un disfraz de gran señor o con una prenda de ropavejero? Aquí irrumpe, en la vía de la respuesta, la diferencia con Narciso. Narciso ama eróticamente su propia imagen en las aguas. Al abrazarla, la rompe. Rembrandt, por el contrario, mantiene la distancia y prefiere, sin odio o complacencia aparentes, examinarse. A las preguntas que se plantea sobre sí mismo, ofrece como única respuesta este cuadro que expone a nuestros ojos. Para él examinarse es pintarse en el sentido Üteral de la palabra (a este respecto, se debería poder hablar de «examen de pintura», como hablamos de «examen de conciencia»). He aquí, pues, el principio de la solución del enigma. Rembrandt interpretó su imagen en el espejo recreándola en el lienzo. Pintarse, en el sentido que acabamos de decir, constituye el acto creador que establece, para nosotros, espectadores y aficionados, la identidad de ambos nombres, el del artista y el del personaje. Entre el yo, visto en el espejo, y el sí mismo, leído en el cuadro, se insenan el arte y el acto de pintar, de pintarse. Es inútil, pues, tratar de saber si esos rasgos corresponden exactamente a los del artista en dicha época. No lo sabremos nunca. O, más bien, la cuestión carece de sentido: porque lo que pudo descubrir en su rostro es exactamente lo que plasmó en su retrato. A la imagen especular desaparecida sobrevive un retrato que el pintor dejó de mirar; pero que tiene para siempre el poder de mirarnos. Traducción: GabrielAranzueque
Autorretrato Nº 74
ResponderEliminarSobre un autorretrato de Rembrandt
Paul Ricceur
He aquí ante nuestros ojos, escogido entre los numerosísimos autorretratos de
Rembrandt —tan magníficamente reproducidos en Rembrandt, autoportrait-,^ el que
el maestro pintó en 1660, ocho años antes de su muerte.
Contemplo este rostro. Y súbitamente, mirándole mirarme, me planteo una
pregunta descabellada: ¿qué me hace decir que este rostro es el del propio pintor?
¿Cómo he sabido que el personaje aquí representado es el mismo que el que lo pintó?
Sólo me lo indica una inscripción externa al cuadro, un texto que hay que leer —una
leyenda, como se dice tan acertadamente—. Sin esa leyenda, no sabría que el hombre
pintado y el hombre que lo pintó tienen el mismo nombre: Rembrandt. Leemos claramente,
en el cuadro, en el interior del marco, la firma y la fecha. Pero éstas indican
el nombre del pintor. El personaje representado, en cambio, no lleva su nombre
en la fi-ente. Para identificar ambos nombres, necesito una información externa,
extraída de la biografía del pintor, que me asegura que en esa fecha el hombre Rembrandt
se pintó a sí mismo una vez más. Necesito además la garantía de la escuela de
Bellas Artes, de coleccionistas, directores de galerías y conservadores de museos para
confirmar que éste es el autorretrato en cuestión.
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ResponderEliminar¿No ves, diréis, algo maravilloso en este bello hallazgo? Sin embargo, este autorretrato,
como todos los de su género, hace que no se cumpla una regla ascética
admitida por muchos críticos de arte, tanto en pintura como en literatura, según la
cual el acercamiento puramente estético exige que olvidemos al autor real, de carne
y hueso, y permitamos que la obra, a la que hemos dejado huérfana, se defienda por
sí sola. Ahora bien, el autorretrato, para responder a su título, me exige que identifique
al personaje representado con el que lo pintó. Me pide, pues, que considere
idénticos a dos seres ausentes: uno es el personaje irreal, a quien vislumbramos más
allá del lienzo material; otro es el pintor real, pero ya muerto. Hay un abismo entre
el personaje sin nombre del cuadro y el autor cuyo nombre atestigua la firma. Como
ya no tiene una identidad manifiesta, he de construirla.
Para hacerlo, debo proyectar en los rasgos del personaje representado lo que sé
de Rembrandt en esa fecha, e incorporar a la biografía del artista lo que sólo puede
mostrarme el análisis pictórico.
' P. Bonafoux, Rembrandt, autoportrait, Ginebra, Álbum Skira, 1985 (N. delT.).
Esos son los dos cabos de la cadena que he de tener en Por una parte, la biografía me dice que en 1660 Rembrandt no era viejo aún
ResponderEliminar—tenía cincuenta y cuatro años—, pero ya estaba envejeciendo; que a los ojos de sus
contemporáneos era un artista en declive, un pintor desautorizado: cuatro años
antes, se había librado por poco de una quiebra infamante; hacía dos años que había
tenido que vender su casa y sus muebles, sus dibujos y sus grabados; a finales de ese
año de 1660, habrá de ceder su casa a su segunda compañera, Hendrickje Stoffeis, y
a su hijo Titus, y buscar refugio en el albergue al que había vendido sus bienes. Provisto
de este conocimiento biográfico, intento reencontrarlo en el rostro pintado. Por
otra parte, limitándome al estudio del cuadro, descubro cómo resolvió el maestro
determinados problemas de escritura pictórica en esa época de su carrera, dándoles
esa solución única que llamamos estilo; cómo, gracias a ese estilo singular, la expresión
del rostro deja que se transparente la interioridad de un alma; cómo se prescindió
del humor momentáneo del sujeto para insistir en un carácter, más allá de toda
anécdota; cómo, por último, el relato de un trozo de vida se halla condensado en el
espacio inmóvil de un retrato.
Cuenta.
continua...
ResponderEliminarEsos son los dos cabos de la cadena que he de tener en cuenta.
Ahora bien, ¿cómo obtendré esta feliz conjunción entre el conocimiento biográfico
y el análisis pictórico? El único recurso que tengo para salvar la brecha abierta
entre la firma del pintor y el nombre del personaje pintado consiste en rehacer con
la imaginación el propio trabajo del artista al pintarse a sí mismo.
Una vez más, en 1660, este hombre de quien se dice que está envejeciendo,
arruinado y abandonado por su público, recurre al artificio del espejo para obtener
una im^en óptica de sí; después, olvidando el espejo, evitándolo incluso, ya que no
lo pinta, considera esa imagen especular idéntica a sí mismo. Ahí está, pues, enfrentándose
a sí mismo, preguntando a ese rostro qué hombre es: ¿más interesado por
conocerse que inquieto por envejecer? ¿Orgulloso todavía o ya agotado? ¿Mejor
representado con un disfraz de gran señor o con una prenda de ropavejero? Aquí
irrumpe, en la vía de la respuesta, la diferencia con Narciso. Narciso ama eróticamente
su propia imagen en las aguas. Al abrazarla, la rompe. Rembrandt, por el contrario,
mantiene la distancia y prefiere, sin odio o complacencia aparentes, examinarse.
A las preguntas que se plantea sobre sí mismo, ofrece como única respuesta
este cuadro que expone a nuestros ojos. Para él examinarse es pintarse en el sentido
Üteral de la palabra (a este respecto, se debería poder hablar de «examen de pintura»,
como hablamos de «examen de conciencia»). He aquí, pues, el principio de la solución
del enigma. Rembrandt interpretó su imagen en el espejo recreándola en el lienzo.
Pintarse, en el sentido que acabamos de decir, constituye el acto creador que establece,
para nosotros, espectadores y aficionados, la identidad de ambos nombres, el
del artista y el del personaje. Entre el yo, visto en el espejo, y el sí mismo, leído en el
cuadro, se insenan el arte y el acto de pintar, de pintarse.
Es inútil, pues, tratar de saber si esos rasgos corresponden exactamente a los del
artista en dicha época. No lo sabremos nunca. O, más bien, la cuestión carece de sentido:
porque lo que pudo descubrir en su rostro es exactamente lo que plasmó en su
retrato. A la imagen especular desaparecida sobrevive un retrato que el pintor dejó
de mirar; pero que tiene para siempre el poder de mirarnos.
Traducción: GabrielAranzueque