La pérdida de la mujer amada es como el naufragio de un viejo carguero; los fardos quedan flotando a la deriva y, tiempo después, cuando menos uno se lo espera, se tropieza con alguno, tirado en una playa remota. Pero no hay alegría en el hallazgo. El fardo solitario es sólo un recordatorio doloroso de una tragedia que no termina nunca. Esta lata de sardinas en el fondo del anaquel es exactamente eso, un despojo de mi naufragio en un mar oscuro y primitivo. Una lata de sardinas en aceite vegetal de las que le gustaban a Lisa y que por alguna razón, tal vez olvido, nunca se comió. Sardinas que no calmarán mi hambre de esta ni de otra hora porque puesto a escoger entre comerme una lata de sardinas y la muerte, prefiero la muerte.
Oooño, ahora la alarma de un carro. Lo que me faltaba. Con lo que me costó vencer la flojera y sentarme a terminar esta vaina y ahora viene esa alarma a joderme la vida. Esto de tener el estudio de escritor en el balcón cerrado es muy bueno para ver el Ávila, pero con los ruidos… ¿De qué carro será? Ojalá no se vayan a demorar horas para desactivarla. Lo peor es que tengo que seguir corrigiendo, ya no puedo correr la fecha de entrega de este relato, se me va a arrechar el editor. Así que a trabajar con ruido de alarma, qué otra cosa queda, en esta Caracas urbana y sin civilidad es imposible hacer algo si uno no es capaz de sobreponerse a cualquier perturbación. ¡Ay Lisa! ¡Dónde estás Lisa, dónde te metiste, Lisa! Regresa Lisa que ni el maestro José Alfredo Jiménez me sirve de consuelo. Una vaina que nadie dice de las canciones de despecho es que solamente sirven para escucharlas cuando uno no está despechado. Carajo, qué manera de sonar, hasta las letras en la pantalla del monitor comenzaron a vibrar. ¡Ay, Lisa, qué pasa con el dueño de ese carro que no viene a apagar esa alarma, Lisa! Lo peor es que en la calle no hay nadie. ¿Y quién va a estar por la Primera Avenida de Los Palos Grandes una tarde lluviosa de domingo? La Primera Avenida, la calle síntesis de Caracas en todos los aspectos. Hace diez años, cuando le pagué el traspaso del apartamento a la viuda italiana que se regresaba a Pescara, parecía un milagro: segura, tranquila, cómoda, barata, cerca del Metro y con los negocios que hacen falta para no tener que sufrir el tráfico. Pero los milagros en Caracas deben estar sujetos a una maldición, desaparecen tan pronto la ciudad se da cuenta de que existen. Un auténtico absurdo lógico: en Caracas hay milagros pero si la gente se entera, dejan de existir, ergo, no hay milagros pa’ nadie en esta ciudad. Una vaina así tiene que ser.
La Primera Avenida devino en “la calle del delirio”, como la bautizó una periodista bien intencionada en el uso de ese adjetivo. Recuerdo su nota dominical describiéndola como una calle del Manhattan idealizado de Woody Allen: “La calle perfecta, tres cuadras de norte a sur, espacio urbano caraqueño donde se conjugan de manera irrepetible lo local y lo globalizado. Citadina, animada, simpática, dotada de todas los bienes que demanda un ser humano conectado con la modernidad, incluyendo las artes: cincuenta metros al Oeste está el Centro Rómulo Gallegos, a menor distancia por el Este, los cines de arte y ensayo del Centro Plaza, por el Sur limita con el Centro Cultural La Estancia y por el Norte, bueno, por ahí está el Avila, sólo hay que levantar la vista para mirarlo, imponente, reinando sobre la vida de los mortales. La Primera Avenida de Los Palos Grandes es sin duda el mejor lugar para que sienten sus reales los urbanitas que no quieren estresarse por el tráfico y otras malaises de la metrópoli”. Obviamente, la periodista no vive en esta calle porque en su descripción olvidó la ladilla más grande: el ruido, lo peor que le puede pasar a un escritor que necesita concentrarse en su trabajo. Tiene razón sí en lo del delirio, porque en los ciento cincuenta metros de esta calle hay, contados por encima: cuatro restaurantes caros y uno carísimo –el japonés en el edificio de enfrente–, un hotel cinco estrellas, dos farmacias, una carnicería, la barbería de Tony, una pizzería, una pescadería, un café internet, una frutería, dos panaderías, dos carritos de perros calientes, Oltremare, uno de los delicatesses más viejos de la ciudad, una cerrajería, un banco, una marquetería, una tienda de muebles de diseño italiano, una tapicería, una oficina de correos, una licorería, un “oyster bar” y una ferretería. Ah, y dos restaurantes chinos, uno al lado del otro, con las cervezas tan baratas que ahora no encuentran qué hacer con los estudiantes universitarios que vienen a alborotar noche tras noche. Aunque si de delirio se trata, nada como el de las alarmas de automóviles que se disparan a cualquier hora. ¡Ay Lisa! ¡Dónde te metiste, Lisa! ¡Cómo hago para meterme otra vez en el texto, Lisa!
Lisa era la contradicción que yo amaba, caraqueña, por supuesto, una mujer hermosísima y malvada donde las haya, que no obstante su elegancia y belleza cultivaba lo que para mí era un vicio deleznable: comía sardinas en los desayunos del domingo. Insistía en que eran buenas para la circulación, por los aceites omega. Alguna vez le hablé de mi aversión por las sardinas enlatadas y durante unos meses, nuestros primeros meses juntos, fue respetuosa de mi rechazo y no insistió más en que las comiera. Pero pronto inventó un juego con el que lograba desquiciarme. Como me desquicia ahora esa alarma de mierda y el dueño marico que no viene a desconectarla.
Se comía sus sardinas enlatadas y me buscaba para besarme los labios con los suyos todavía húmedos con aceite. Aquello era mucho más que una broma, había en ello ese algo malvado que hay en casi todo lo que Lisa hace. Tengo que cambiar esta última parte de la frase por una en pasado: que había en casi todo lo que Lisa hacía. Debo sacarme de la cabeza que Lisa pueda ser presente para mí, Lisa es pasado, se fue con otro tipo, acostúmbrate a la idea. ¿Y esta cacofonía, qué hago con ella? …que contaminaba casi todo lo que Lisa hacía. Así está mejor. En esos ataques se revelaba la puta que lleva adentro, la puta que efectivamente es. En esta oración, por el contrario, hay que mantener el tiempo verbal: Lisa es una puta en presente del indicativo y seguirá siéndolo, en futuro simple, aunque no esté conmigo. ¿Oooño será que Antonio José tiene razón? Lo que pasa es que no sé si es por ser profesor de literatura y crítico, o por amigo que conoce la historia y me ha visto llorar de despecho por Lisa, que me ha dicho que no insista con este cuento, que este relato contado así no tiene valor literario alguno, que la crónica de mi despecho con Lisa no puede ser ficción, que no habrá manera de tomar distancia con lo narrado, que no existe espacio entre el yo-narrador y el yo-cabrón a quien Lisa dejó, que esto no es literatura sino cabronería filtrada palabra por palabra. Pero está equivocado. Él sabe que Lisa me abandonó y por eso percibe los cruces de ficción con realidad, pero ¿y para quien no me conoce y no conoce mi historia con Lisa? El mismo Antonio José nos decía en clases que la literatura es el producto de las experiencias humanas y entre las mías, Lisa es la experiencia. ¿Por qué no la voy a contar? ¿De qué otra manera me saco a Lisa del tuétano de los huesos? ¡Ooooño y es que no van a desconectar esa alarma!
Me pregunto si de verdad Lisa dejó esta lata aquí por olvido o si lo hizo para dejar una cifra filosófica de esas de las que hablaba Karl Jaspers, un mensaje, una burla final. Me pregunto también si ya habrá encontrado qué debilidad, como la mía con las sardinas, tendrá el tipo por el que me dejó, el del BM, seguro que fue ese el tipo. Por lo menos una vez vi con mis propios ojos que se bajaba de ese carro en la puerta del edificio y algo adentro me dijo que aquella era una vaina rara. ¿Cuántas otras veces la habrá traído hasta aquí? Probablemente muchas. Con razón el gordo vigilante del restaurante japonés del frente desde hacía tiempo me miraba socarronamente, se reía de mí el muy marico, me veía los cuernos antes de que yo siquiera imaginara que los llevaba, sabía lo de Lisa con el tipo del BM azul. Seguro el gordo vivía muerto de la envidia porque a una mujer como Lisa, él no se la puede conseguir ni en sueños. Pero este país está lleno de tipos así, entras a un restaurante, a una reunión social cualquiera con una mujer atractiva y te la quieren comer con los ojos. Y Lisa disfrutaba eso, lo disfrutaba por su coquetería y lo disfrutaba porque sabía que a mí aquello me enfermaba tanto como esta lata de sardinas olvidada en el anaquel. Les devolvía la mirada con la misma lascivia y yo sentía que los otros, después de verla a ella, me veían a mí con esa mezcla de lástima y burla con la que los demás hombres miran a las víctimas potenciales del engaño, calculando mentalmente cuánto tiempo iba a pasar para que ella me montara los cachos.
Si bailábamos era peor porque sabía que Lisa le sacaba fiesta a los carajos que bailaban con las otras mujeres. Lo sabía porque al girar me tropezaba con las miradas pegajosas que cruzaban con ella por encima de los hombros de sus parejas, sin que yo pudiera hacer nada para impedir aquella tortura. La única vez que le reclamé a Lisa esa desconsideración y le dije que debíamos irnos –al terminar el baile, un tipo encelado por su coquetería se paró frente a nuestra mesa plantándome un desafío de león africano–, ella me miró ofendida y me dijo con todo el descaro del mundo que yo era un loco celoso y que me la pasaba inventando cosas, que si quería me fuese yo. Pero no me fui. Lisa estaba tan emperrada con aquel bolsa que pensé que si la dejaba sola, la perdía esa misma noche. Pero igual se fue otro día, con ése, con el dueño del BM azul o tal vez con otro, qué sé yo. Sólo dejó esta lata de sardinas, que si tuviera ojos me miraría con la misma sorna con la que me miraba ella, mientras esperaba mi rendición ante su pubis entrenado de atleta sexual, mi zambullida en su mar prehistórico, el mar oscuro donde naufragué. Hermano, vamos a dejarlo hasta aquí. Cuando termine de sonar la alarma, haya comido algo y pueda concentrarme, tendré que rehacer este párrafo, está demasiado cargado, se me ve de lejos el despecho. Debe ser en este segmento donde Antonio José dice que yo-narrador no guardo la distancia con el texto, que esto no es más que el autorretrato de yo-cabrón muriéndome de tristeza. Y de hambre, habría que agregar.
Hace ya cinco semanas que no veo a Lisa. He frecuentado los lugares a los que íbamos juntos, nuestros lugares, esos que prometimos que si alguna vez nos separábamos nunca visitaríamos con alguien distinto, para conservar cada uno el recuerdo del otro, del momento y del lugar, y nada, nadie la ha visto. No porque Lisa no sea capaz de romper su promesa y presentarse en nuestros viejos sitios con cualquier conquista nueva, sino porque seguro se está escondiendo de mí. He montado largas guardias en los lugares donde ella iba sola: la peluquería, los alrededores de la oficina donde trabajaba, el café de la Cuarta Avenida, la subida al Ávila por Sabas Nieves y no he vuelto a verla. Vivo con la impresión de que me la cruzo en todas partes sin poder coincidir con ella en ninguna: que es la mujer que tomó el vagón del metro que yo no pude alcanzar; que es la que sube a un ascensor en el momento exacto en que yo me estoy bajando de otro; que es ella la mujer que se levanta y sale en la penumbra de la sala de cine; peor aun, me despescuezo mirando todos los BM azules pensando que es ella la pasajera. Pero no la encuentro, se fue y lo único que me dejó fue esta lata de sardinas, tan íngrima en el anaquel como yo en esta tarde de domingo. El fardo náufrago en la playa remota al que se aferran mis ganas de recordarla. Lo único que se me ofrece como remedio a mi hambre y a mi necesidad de ella, porque capaz me la como, o me masturbo con el aceite, y evoco así su presencia, sus besos con olor y sabor a sardinas, su pubis entrenado de atleta sexual, su oscuro mar prehistórico donde ahora bucea el dueño del BM. Por eso fue que dejó aquí esta lata de sardinas, no fue un olvido, la dejó para humillarme, para pasar de nuevo por encima de mí, para que me desespere más por ella, para que me coma esa vaina y la evoque, y la desee, y me domine a distancia con su totona poderosa, pero esta vez no se lo voy a permitir, voy a salir a la calle y me voy a hartar de comida china.
Me quedó redondo, José Antonio que vaya a joder a otro. Dejó de sonar la alarma, vive Dios. Déjame verle la cara al guebón dueño del carro; los dueños de carros con la alarma pegada tienen todos la misma cara de bolsas. ¡Un BM azul!…y la caraja que va al lado del chofer… ¡coño esa es Lisa!
Autorretrato Nº 101
ResponderEliminarlos 101 minutos de dolor
Autorretrato en tarde de domingo
ResponderEliminarCuento de Francisco Suniaga
La pérdida de la mujer amada es como el naufragio de un viejo carguero; los fardos quedan flotando a la deriva y, tiempo después, cuando menos uno se lo espera, se tropieza con alguno, tirado en una playa remota. Pero no hay alegría en el hallazgo. El fardo solitario es sólo un recordatorio doloroso de una tragedia que no termina nunca. Esta lata de sardinas en el fondo del anaquel es exactamente eso, un despojo de mi naufragio en un mar oscuro y primitivo. Una lata de sardinas en aceite vegetal de las que le gustaban a Lisa y que por alguna razón, tal vez olvido, nunca se comió. Sardinas que no calmarán mi hambre de esta ni de otra hora porque puesto a escoger entre comerme una lata de sardinas y la muerte, prefiero la muerte.
Oooño, ahora la alarma de un carro. Lo que me faltaba. Con lo que me costó vencer la flojera y sentarme a terminar esta vaina y ahora viene esa alarma a joderme la vida. Esto de tener el estudio de escritor en el balcón cerrado es muy bueno para ver el Ávila, pero con los ruidos… ¿De qué carro será? Ojalá no se vayan a demorar horas para desactivarla. Lo peor es que tengo que seguir corrigiendo, ya no puedo correr la fecha de entrega de este relato, se me va a arrechar el editor. Así que a trabajar con ruido de alarma, qué otra cosa queda, en esta Caracas urbana y sin civilidad es imposible hacer algo si uno no es capaz de sobreponerse a cualquier perturbación. ¡Ay Lisa! ¡Dónde estás Lisa, dónde te metiste, Lisa! Regresa Lisa que ni el maestro José Alfredo Jiménez me sirve de consuelo. Una vaina que nadie dice de las canciones de despecho es que solamente sirven para escucharlas cuando uno no está despechado. Carajo, qué manera de sonar, hasta las letras en la pantalla del monitor comenzaron a vibrar. ¡Ay, Lisa, qué pasa con el dueño de ese carro que no viene a apagar esa alarma, Lisa! Lo peor es que en la calle no hay nadie. ¿Y quién va a estar por la Primera Avenida de Los Palos Grandes una tarde lluviosa de domingo? La Primera Avenida, la calle síntesis de Caracas en todos los aspectos. Hace diez años, cuando le pagué el traspaso del apartamento a la viuda italiana que se regresaba a Pescara, parecía un milagro: segura, tranquila, cómoda, barata, cerca del Metro y con los negocios que hacen falta para no tener que sufrir el tráfico. Pero los milagros en Caracas deben estar sujetos a una maldición, desaparecen tan pronto la ciudad se da cuenta de que existen. Un auténtico absurdo lógico: en Caracas hay milagros pero si la gente se entera, dejan de existir, ergo, no hay milagros pa’ nadie en esta ciudad. Una vaina así tiene que ser.
ResponderEliminarLa Primera Avenida devino en “la calle del delirio”, como la bautizó una periodista bien intencionada en el uso de ese adjetivo. Recuerdo su nota dominical describiéndola como una calle del Manhattan idealizado de Woody Allen: “La calle perfecta, tres cuadras de norte a sur, espacio urbano caraqueño donde se conjugan de manera irrepetible lo local y lo globalizado. Citadina, animada, simpática, dotada de todas los bienes que demanda un ser humano conectado con la modernidad, incluyendo las artes: cincuenta metros al Oeste está el Centro Rómulo Gallegos, a menor distancia por el Este, los cines de arte y ensayo del Centro Plaza, por el Sur limita con el Centro Cultural La Estancia y por el Norte, bueno, por ahí está el Avila, sólo hay que levantar la vista para mirarlo, imponente, reinando sobre la vida de los mortales. La Primera Avenida de Los Palos Grandes es sin duda el mejor lugar para que sienten sus reales los urbanitas que no quieren estresarse por el tráfico y otras malaises de la metrópoli”. Obviamente, la periodista no vive en esta calle porque en su descripción olvidó la ladilla más grande: el ruido, lo peor que le puede pasar a un escritor que necesita concentrarse en su trabajo. Tiene razón sí en lo del delirio, porque en los ciento cincuenta metros de esta calle hay, contados por encima: cuatro restaurantes caros y uno carísimo –el japonés en el edificio de enfrente–, un hotel cinco estrellas, dos farmacias, una carnicería, la barbería de Tony, una pizzería, una pescadería, un café internet, una frutería, dos panaderías, dos carritos de perros calientes, Oltremare, uno de los delicatesses más viejos de la ciudad, una cerrajería, un banco, una marquetería, una tienda de muebles de diseño italiano, una tapicería, una oficina de correos, una licorería, un “oyster bar” y una ferretería. Ah, y dos restaurantes chinos, uno al lado del otro, con las cervezas tan baratas que ahora no encuentran qué hacer con los estudiantes universitarios que vienen a alborotar noche tras noche. Aunque si de delirio se trata, nada como el de las alarmas de automóviles que se disparan a cualquier hora. ¡Ay Lisa! ¡Dónde te metiste, Lisa! ¡Cómo hago para meterme otra vez en el texto, Lisa!
ResponderEliminarLisa era la contradicción que yo amaba, caraqueña, por supuesto, una mujer hermosísima y malvada donde las haya, que no obstante su elegancia y belleza cultivaba lo que para mí era un vicio deleznable: comía sardinas en los desayunos del domingo. Insistía en que eran buenas para la circulación, por los aceites omega. Alguna vez le hablé de mi aversión por las sardinas enlatadas y durante unos meses, nuestros primeros meses juntos, fue respetuosa de mi rechazo y no insistió más en que las comiera. Pero pronto inventó un juego con el que lograba desquiciarme.
ResponderEliminarComo me desquicia ahora esa alarma de mierda y el dueño marico que no viene a desconectarla.
Se comía sus sardinas enlatadas y me buscaba para besarme los labios con los suyos todavía húmedos con aceite. Aquello era mucho más que una broma, había en ello ese algo malvado que hay en casi todo lo que Lisa hace. Tengo que cambiar esta última parte de la frase por una en pasado: que había en casi todo lo que Lisa hacía. Debo sacarme de la cabeza que Lisa pueda ser presente para mí, Lisa es pasado, se fue con otro tipo, acostúmbrate a la idea. ¿Y esta cacofonía, qué hago con ella? …que contaminaba casi todo lo que Lisa hacía. Así está mejor. En esos ataques se revelaba la puta que lleva adentro, la puta que efectivamente es. En esta oración, por el contrario, hay que mantener el tiempo verbal: Lisa es una puta en presente del indicativo y seguirá siéndolo, en futuro simple, aunque no esté conmigo. ¿Oooño será que Antonio José tiene razón? Lo que pasa es que no sé si es por ser profesor de literatura y crítico, o por amigo que conoce la historia y me ha visto llorar de despecho por Lisa, que me ha dicho que no insista con este cuento, que este relato contado así no tiene valor literario alguno, que la crónica de mi despecho con Lisa no puede ser ficción, que no habrá manera de tomar distancia con lo narrado, que no existe espacio entre el yo-narrador y el yo-cabrón a quien Lisa dejó, que esto no es literatura sino cabronería filtrada palabra por palabra. Pero está equivocado. Él sabe que Lisa me abandonó y por eso percibe los cruces de ficción con realidad, pero ¿y para quien no me conoce y no conoce mi historia con Lisa? El mismo Antonio José nos decía en clases que la literatura es el producto de las experiencias humanas y entre las mías, Lisa es la experiencia. ¿Por qué no la voy a contar? ¿De qué otra manera me saco a Lisa del tuétano de los huesos? ¡Ooooño y es que no van a desconectar esa alarma!
ResponderEliminarMe pregunto si de verdad Lisa dejó esta lata aquí por olvido o si lo hizo para dejar una cifra filosófica de esas de las que hablaba Karl Jaspers, un mensaje, una burla final. Me pregunto también si ya habrá encontrado qué debilidad, como la mía con las sardinas, tendrá el tipo por el que me dejó, el del BM, seguro que fue ese el tipo. Por lo menos una vez vi con mis propios ojos que se bajaba de ese carro en la puerta del edificio y algo adentro me dijo que aquella era una vaina rara. ¿Cuántas otras veces la habrá traído hasta aquí? Probablemente muchas. Con razón el gordo vigilante del restaurante japonés del frente desde hacía tiempo me miraba socarronamente, se reía de mí el muy marico, me veía los cuernos antes de que yo siquiera imaginara que los llevaba, sabía lo de Lisa con el tipo del BM azul. Seguro el gordo vivía muerto de la envidia porque a una mujer como Lisa, él no se la puede conseguir ni en sueños. Pero este país está lleno de tipos así, entras a un restaurante, a una reunión social cualquiera con una mujer atractiva y te la quieren comer con los ojos. Y Lisa disfrutaba eso, lo disfrutaba por su coquetería y lo disfrutaba porque sabía que a mí aquello me enfermaba tanto como esta lata de sardinas olvidada en el anaquel. Les devolvía la mirada con la misma lascivia y yo sentía que los otros, después de verla a ella, me veían a mí con esa mezcla de lástima y burla con la que los demás hombres miran a las víctimas potenciales del engaño, calculando mentalmente cuánto tiempo iba a pasar para que ella me montara los cachos.
ResponderEliminarSi bailábamos era peor porque sabía que Lisa le sacaba fiesta a los carajos que bailaban con las otras mujeres. Lo sabía porque al girar me tropezaba con las miradas pegajosas que cruzaban con ella por encima de los hombros de sus parejas, sin que yo pudiera hacer nada para impedir aquella tortura. La única vez que le reclamé a Lisa esa desconsideración y le dije que debíamos irnos –al terminar el baile, un tipo encelado por su coquetería se paró frente a nuestra mesa plantándome un desafío de león africano–, ella me miró ofendida y me dijo con todo el descaro del mundo que yo era un loco celoso y que me la pasaba inventando cosas, que si quería me fuese yo. Pero no me fui. Lisa estaba tan emperrada con aquel bolsa que pensé que si la dejaba sola, la perdía esa misma noche. Pero igual se fue otro día, con ése, con el dueño del BM azul o tal vez con otro, qué sé yo. Sólo dejó esta lata de sardinas, que si tuviera ojos me miraría con la misma sorna con la que me miraba ella, mientras esperaba mi rendición ante su pubis entrenado de atleta sexual, mi zambullida en su mar prehistórico, el mar oscuro donde naufragué.
ResponderEliminarHermano, vamos a dejarlo hasta aquí. Cuando termine de sonar la alarma, haya comido algo y pueda concentrarme, tendré que rehacer este párrafo, está demasiado cargado, se me ve de lejos el despecho. Debe ser en este segmento donde Antonio José dice que yo-narrador no guardo la distancia con el texto, que esto no es más que el autorretrato de yo-cabrón muriéndome de tristeza. Y de hambre, habría que agregar.
Hace ya cinco semanas que no veo a Lisa. He frecuentado los lugares a los que íbamos juntos, nuestros lugares, esos que prometimos que si alguna vez nos separábamos nunca visitaríamos con alguien distinto, para conservar cada uno el recuerdo del otro, del momento y del lugar, y nada, nadie la ha visto. No porque Lisa no sea capaz de romper su promesa y presentarse en nuestros viejos sitios con cualquier conquista nueva, sino porque seguro se está escondiendo de mí. He montado largas guardias en los lugares donde ella iba sola: la peluquería, los alrededores de la oficina donde trabajaba, el café de la Cuarta Avenida, la subida al Ávila por Sabas Nieves y no he vuelto a verla. Vivo con la impresión de que me la cruzo en todas partes sin poder coincidir con ella en ninguna: que es la mujer que tomó el vagón del metro que yo no pude alcanzar; que es la que sube a un ascensor en el momento exacto en que yo me estoy bajando de otro; que es ella la mujer que se levanta y sale en la penumbra de la sala de cine; peor aun, me despescuezo mirando todos los BM azules pensando que es ella la pasajera. Pero no la encuentro, se fue y lo único que me dejó fue esta lata de sardinas, tan íngrima en el anaquel como yo en esta tarde de domingo. El fardo náufrago en la playa remota al que se aferran mis ganas de recordarla. Lo único que se me ofrece como remedio a mi hambre y a mi necesidad de ella, porque capaz me la como, o me masturbo con el aceite, y evoco así su presencia, sus besos con olor y sabor a sardinas, su pubis entrenado de atleta sexual, su oscuro mar prehistórico donde ahora bucea el dueño del BM. Por eso fue que dejó aquí esta lata de sardinas, no fue un olvido, la dejó para humillarme, para pasar de nuevo por encima de mí, para que me desespere más por ella, para que me coma esa vaina y la evoque, y la desee, y me domine a distancia con su totona poderosa, pero esta vez no se lo voy a permitir, voy a salir a la calle y me voy a hartar de comida china.
ResponderEliminarMe quedó redondo, José Antonio que vaya a joder a otro. Dejó de sonar la alarma, vive Dios. Déjame verle la cara al guebón dueño del carro; los dueños de carros con la alarma pegada tienen todos la misma cara de bolsas. ¡Un BM azul!…y la caraja que va al lado del chofer… ¡coño esa es Lisa!
ResponderEliminarFrancisco Suniaga